Nos gusta creer en los cuentos de hadas.
Cuanto más dura es la realidad, con más fuerza tratan los sueños de imponerse. Necesitamos adornar de "fe" lo que presenciamos, como si la existencia desnuda no fuera ya suficientemente verídica.
A menudo seguimos pensando que la publicidad es suficientemente engañosa, pero olvidamos de que desde el momento en que somos concientes de un posible engaño, el anuncio deja de convertirse en una trampa, para convertirse en un viaje con emoción y sentido.
Detrás de los productos en venta, de la manera en que se exponen o exhiben dichos productos, bullen mentes sutiles, que se las arreglan magistralmente para nutrirnos de ese algo de sustancia humana, ante la mera vacuidad del soporte consumista requerido, consiguiendo que lo supuestamente subliminal, nos sublime.
Vemos en la televisión un anuncio que retrata de una manera natural, bella y cercana una amplia gama de caricias humanas, desde la mano de una madre que acaricia la espalda de su niño, hasta otra que acaricia la cara arrugada de vida de una anciana de campo. Que más nos da que finalmente todas estas caricias están al servicio de un automóvil que metafóricamente pretende a su vez acariciar el pavimento.
Podemos no poseer nunca el susodicho automóvil, pero las imágenes precedentes y las sensaciones que nos produjeron, sí nos pertenecen, por cierto.
Por mucho que todo sea filtrado de acuerdo con las exigencias del poderoso mercado, la creatividad publicitaria se las ingenia para dejar su cuota de amor, honestidad y responsabilidad social. A priori, es el producto quien se sirve del mensaje, pero el mensaje, finalmente hace algo más que cumplir.
El mensaje como el viajero, lo que quiere es moverse, propagarse y utiliza en revancha el formato comercial al que le debe su existencia, para ir más allá de lo material y crearse en complicidad humana.
Cuanto más dura es la realidad, con más fuerza tratan los sueños de imponerse. Necesitamos adornar de "fe" lo que presenciamos, como si la existencia desnuda no fuera ya suficientemente verídica.
A menudo seguimos pensando que la publicidad es suficientemente engañosa, pero olvidamos de que desde el momento en que somos concientes de un posible engaño, el anuncio deja de convertirse en una trampa, para convertirse en un viaje con emoción y sentido.
Detrás de los productos en venta, de la manera en que se exponen o exhiben dichos productos, bullen mentes sutiles, que se las arreglan magistralmente para nutrirnos de ese algo de sustancia humana, ante la mera vacuidad del soporte consumista requerido, consiguiendo que lo supuestamente subliminal, nos sublime.
Vemos en la televisión un anuncio que retrata de una manera natural, bella y cercana una amplia gama de caricias humanas, desde la mano de una madre que acaricia la espalda de su niño, hasta otra que acaricia la cara arrugada de vida de una anciana de campo. Que más nos da que finalmente todas estas caricias están al servicio de un automóvil que metafóricamente pretende a su vez acariciar el pavimento.
Podemos no poseer nunca el susodicho automóvil, pero las imágenes precedentes y las sensaciones que nos produjeron, sí nos pertenecen, por cierto.
Por mucho que todo sea filtrado de acuerdo con las exigencias del poderoso mercado, la creatividad publicitaria se las ingenia para dejar su cuota de amor, honestidad y responsabilidad social. A priori, es el producto quien se sirve del mensaje, pero el mensaje, finalmente hace algo más que cumplir.
El mensaje como el viajero, lo que quiere es moverse, propagarse y utiliza en revancha el formato comercial al que le debe su existencia, para ir más allá de lo material y crearse en complicidad humana.